El mercado no ha desaparecido totalmente y algunos connotados médicos no aceptan seguros ni pagos del Gobierno. Estos médicos sí que ofrecen a su selecta clientela el estupendo servicio personalizado que prevalecía en otros tiempos.
Los bienes y servicios que compramos en el libre mercado son buenos y baratos, producidos y distribuidos eficientemente porque, bajo la libre competencia, los mejores productos desplazan a los que son más caros y de menor calidad. Así, el mercado logra una óptima utilización de los recursos escasos y la nación entera se enriquece. Donde no existe competencia es porque políticos y burócratas intervienen para impedirla, favoreciendo a empresarios con influencias políticas y a sectores protegidos con cuotas de importación y altos aranceles, como la agroindustria.
Así, por ejemplo, si el coste del azúcar en Estados Unidos es tres veces el coste mundial es para proteger a unos pocos empresarios con gran influencia en Washington. Pero mucho peor es el caso de todo lo que el Gobierno decide reglamentar, regular y supervisar, supuestamente para la protección y beneficio de todos.
El resultado nunca es el previsto por los políticos y funcionarios, sino que todos sufrimos las terribles consecuencias de la intervención gubernamental en áreas vitales como la salud y la educación preuniversitaria. En ambos sectores se han multiplicado los costes, sin que los mismos guarden relación alguna con la calidad y eficiencia de los servicios ofrecidos.
Muchos políticos y burócratas de esta gran nación capitalista no han aprendido que la libre competencia y el libre mercado siempre producen una mayor eficiencia y consumidores más satisfechos que el estatismo, las regulaciones y los controles.
Los impuestos locales que financian la educación pública se han disparado y no son muchas las familias que pueden enviar a sus hijos a un colegio privado. Pero así como aumenta exageradamente el coste, la calidad de los colegios públicos no mejora. Según el informe publicado por el National Assessment of Educational Progress, apenas el 35% de los alumnos de último curso del instituto leen adecuadamente. Sin no entienden lo que leen, habrá menos estudiantes que puedan ir a la universidad a estudiar ciencias y otras materias complejas, razón por la cual las industrias norteamericanas dependen cada día más de ingenieros y científicos extranjeros.
Hace tres o cuatro décadas, ir al médico y comprar las medicinas que éste recetaba no presentaba mayor problema. La consulta podía costar 35 dólares, y la prescripción 12. Pero, debido a la intervención del Gobierno en el sector sanitario, hoy día el ciudadano medio no paga directamente por la consulta ni por las medicinas, cuyos costes –por esa misma razón– se han disparado un mil o un dos mil por ciento.
Los médicos, para sobrevivir bajo múltiples regulaciones, no pueden dedicar más de unos pocos minutos a cada paciente ni explicarle demasiado de lo que pasa por temor a las demandas. Luego, cobrar la consulta al seguro sanitario requiere no sólo mucha paciencia sino la contratación de varios empleados para cumplir con múltiples y complejas tramitaciones impuestas por el Gobierno y las compañías de seguros. Paralelamente, los laboratorios farmacéuticos se ven obligados a invertir un promedio de 800 millones de dólares para lograr la aprobación oficial de cada nuevo medicamento. Esto ha reducido drásticamente la competencia y el número de empresas farmacéuticas, al mismo tiempo que hay más medicamentos que requieren receta y, por lo tanto, una consulta médica.
El mercado no ha desaparecido totalmente y algunos connotados médicos no aceptan seguros ni pagos del Gobierno. Estos médicos sí que ofrecen a su selecta clientela el estupendo servicio personalizado que prevalecía en otros tiempos.
Ni en Washington ni en las legislaturas y ejecutivos estatales han aprendido que el mercado es mucho más eficiente y confiable que el Estado y sus burócratas. Donde el Gobierno interviene se disparan los costes y decae la calidad y confiabilidad del servicio. Así, una hospitalización de dos o tres días en este país puede costar 20.000 dólares, y una cápsula de antibiótico consumida en un hospital 100. Sí, se trata de una calamidad socialista.
© AIPE
Carlos Ball es director de la agencia AIPE y académico asociado del Cato Institute.
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